En medio de los afanes diarios que la vida nos trae, es comprensible que pasemos por alto que el tiempo avanza de forma inexorable. Las actividades cotidianas absorben nuestra atención, imponiéndonos una escala de prioridades de corto plazo que no necesariamente coincide con la que surgiría de una visión de mayor alcance. Dejamos de hacer cosas que querríamos hacer, como visitar amigos y familiares, en el entendido de que podremos hacerlo más adelante, cuando los apremios del presente disminuyan. A veces sucede que ese momento apropiado nunca llega, o llega cuando es ya tarde para hacer lo que deseábamos.
En esta Nochebuena, víspera del día que conmemora el nacimiento de Jesús, nos agradaría ver que la espiritualidad ocupe un lugar más destacado entre los valores que orientan nuestras actuaciones. Repetimos con frecuencia las quejas de que se han ido perdiendo los principios que nuestros antepasados sustentaban, pero hacemos poco para que esa situación varíe.
Se dice que la pandemia ha permitido a las personas reflexionar acerca de sus objetivos. Las normas de distanciamiento, la reducción en los compromisos y eventos presenciales, así como la triste evidencia de la fragilidad de nuestra existencia en este mundo, se han combinado para darnos tiempo para ponderar si nuestras prioridades son las correctas, pudiendo percatarnos que en numerosos aspectos no lo son.
En términos económicos, el cambio de prioridades inducido por esas reflexiones equivaldría a una modificación en nuestra función de utilidad, la cual a su vez se reflejaría en la composición de nuestros gastos de consumo e inversión. No obstante, a juzgar por el comportamiento histórico, esa clase de modificaciones, en los casos en que ocurren, tienden a ser transitorias si la estructura productiva y la oferta de bienes y servicios se mantienen inalteradas. Se requiere de transformaciones como las generadas por guerras y desarrollos tecnológicos para que las modificaciones sean más duraderas.
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