Tranquilidad, aire puro, contacto con la naturaleza, paisajes, limpieza y otros atributos figuran entre las ventajas de vivir en lugares poco poblados, alejados del bullicio y la contaminación, y forman parte de las metas que numerosas personas tienen para sus años dorados de retiro. La tecnología y la economía detrás del auge de las telecomunicaciones, sin embargo, no parecen otorgar mucho valor a esos sueños.
Las telecomunicaciones y la densidad poblacional van de la mano. Para que sea rentable invertir en redes alámbricas, antenas, circuitos de fibra óptica, conexiones satelitales y estructuras de mantenimiento es necesario que el mercado para los servicios sea lo suficientemente amplio como para absorber los costos fijos y variables, y dejar una ganancia. Zonas geográficamente aisladas y topográficamente escabrosas, con escasos habitantes y limitados medios de transporte, no reúnen condiciones propicias para atraer el interés de las compañías privadas, y hasta pueden no justificar el aporte de subsidios gubernamentales para hacer viable el servicio.
Esa situación genera una significativa desigualdad en el nivel de conectividad y avance digital entre regiones de un mismo país, y entre grupos de países. Los satélites geoestacionarios no proveen mayor ayuda a ese respecto. Llamados así porque en su órbita a 36,000 kilómetros de altura se mantienen en un punto específico del cielo cuando son observados desde tierra, esos satélites comerciales se ubican siguiendo la presencia de los mercados para sus señales, y no resulta rentable localizarlos para atender zonas remotas.
Como posible solución, la Unión Internacional de las Telecomunicaciones, una agencia de las Naciones Unidas, está concediendo gran importancia a la expansión de conjuntos de satélites no estacionarios, en órbitas medias entre 8,000 y 20,000 kilómetros, y bajas entre 400 y 2,000, capaces de suplir servicios de banda ancha a regiones no cubiertas por redes terrestres y satélites estacionarios.
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