Los días cercanos al final del año son propicios para celebrar fiestas y presenciar espectáculos. En esta ocasión, estamos siendo espectadores de un combate titánico cuyos protagonistas son muy pequeños, tanto así que no podemos detectarlos sin la ayuda de un potente instrumento de laboratorio. Y la lucha es indirecta, no cuerpo a cuerpo como las llevadas a cabo por los antiguos gladiadores y los modernos boxeadores.
Las variantes delta y ómicron del COVID-19 se disputan la supremacía al estilo de algunas especies biológicas. Intentan desplazarse una a la otra quitándose recíprocamente el sustento. Algo similar hicieron, por ejemplo, las famosas abejas asesinas con las menos agresivas abejas domésticas, capturando para ellas las fuentes vegetales de nutrientes. Y ése es también el caso de peces invasores que colonizan lagos y ríos en desmedro de las especies existentes. Lamentablemente, en el caso del virus, somos al mismo tiempo espectadores y víctimas, no porque le sirvamos de comida en el sentido tradicional, sino porque somos el objeto por medio del cual se transmite.
Igual que en esos videojuegos en los que cada combatiente posee determinados poderes y atributos, las dos variantes tienen sus propias destrezas. La delta es más mortífera, y tiene la ventaja de haber llegado antes, lo que pone a su disposición una gran cantidad de personas transmisoras activas que actúan en su favor. Las fortalezas de la ómicron, por otro lado, radican en su gran poder de contagio y en que las vacunas son menos efectivas contra ella.
El pronóstico acerca de cuál de las dos triunfará es aún incierto, pero el resultado será importante para nosotros. Luce que nos conviene que ómicron triunfe, dada su más baja mortalidad, pero hay que tener en cuenta que al aumentar el número de casos por la menor efectividad de las vacunas, el total de hospitalizaciones y fallecimientos podría ser mayor que para la delta. Al final, una es tan mala como la otra.
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