Finalizando el 2021, los dominicanos, igual que personas de otras nacionalidades alrededor del mundo, quisiéramos dejar atrás al virus causante de la pandemia, olvidar sus nefastas consecuencias, y comenzar el nuevo año sin cortapisas ni ataduras, quedando los contagios, los síntomas y las preocupaciones como un asunto del pasado. Como deseo navideño y aspiración a lograr en el 2022, es un propósito legítimo. Un problema surge, sin embargo, porque al parecer no lo estamos limitando al ámbito de los deseos e intenciones, sino que actuamos como si ya fuera una realidad. De hecho, no estamos dejando atrás el virus. Lo que estamos dejando atrás son las mascarillas faciales, el distanciamiento social y los procedimientos de limpieza. Celebramos reuniones y fiestas en lugares cerrados. Nos consideramos inmunes a cualquier posibilidad de contraer la enfermedad. Y consideramos que si por alguna razón nos contagiamos, podremos superar los efectos sin mayor dificultad.
No hay duda de que el optimismo es mejor que el pesimismo. En materia del comportamiento humano, se ha comprobado reiteradamente que las actitudes influyen sobre los acontecimientos. Por ese motivo, se observa que con sus actuaciones las personas contribuyen a que sus esperanzas o temores se cumplan. Pero si no se toma debidamente en cuenta la verdadera situación prevaleciente, el optimismo deja de ser una virtud y asume rasgos de temeridad e irresponsabilidad.
Mientras en otros países se aceleran las vacunaciones, se suspenden espectáculos, se cierran zonas universitarias y se multiplican las pruebas para fines de diagnóstico, aquí las actividades se multiplican y las pruebas son bastante costosas. Como consecuencia de ello es probable que un número significativo de casos no sean detectados. De ser así, las cifras de los contagios no presentarían el panorama real completo, y dificultarían alcanzar el objetivo de prevenir la enfermedad en lugar de tener que tratarla.
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