Las actuaciones de los líderes políticos son condicionadas e influidas por sus actitudes personales. Y esas actitudes son a su vez moldeadas por los acontecimientos que incidieron en la consolidación de su personalidad.
Frecuentemente, cuando se intenta pronosticar el comportamiento de un gobernante, procuramos identificar cuál es el camino que entendemos más le favorece políticamente. Asumimos en ese sentido que el gobernante es una especie de maquinaria que analiza las situaciones, y decide qué hacer en función de un cálculo minucioso de los efectos que su determinación puede tener sobre su carrera política, en algo así como un análisis frío y desapasionado de las circunstancias pertinentes y sus posibles consecuencias.
Ciertamente, el gobernante que no tome en cuenta los factores que afectan a su popularidad, irá perdiendo el apoyo de la ciudadanía. Pero aun figuras como en nuestro caso el presidente Balaguer, reconocido como alguien para quien la política era lo más importante, en ocasiones actúan guiadas por convicciones y preferencias derivadas de experiencias pasadas, vinculadas a eventos personales, familiares y profesionales claves para su formación. Y por igual los demás gobernantes que el país ha tenido.
Pasar por alto esos factores puede conducir a pronósticos errados o deficientes acerca de las probables decisiones del gobernante. Un caso al respecto ha sido el de la situación de Ucrania. Durante semanas se especuló en torno a lo que el presidente ruso iba a hacer, con su consiguiente abanico de alternativas enmarcadas por evaluaciones estratégicas de índole militar, económica y política. Poco se habló, sin embargo, de la visión personal de Putin en relación con Ucrania y las otras naciones que eran antes parte integral de la Unión Soviética, habiendo él calificado la desintegración de esta última como una catástrofe. Dentro del conjunto, Ucrania tuvo un significado especial en la historia rusa y, por ende, en los años formativos de Putin.
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