Eventualmente, concluido el conflicto en Ucrania, emergerá un mundo distinto al que se anticipaba cuando ocurrió el colapso soviético. En aquella época, que parece ya muy lejana a pesar de no haber transcurrido tantos años, destacados analistas describieron un panorama futuro esperanzador, en el cual predominaría la democracia y el respeto a los derechos humanos, en un ambiente de cooperación internacional conducente al desarrollo socioeconómico de las regiones pobres del planeta.
Parte de esa esperanza provenía de un razonamiento táctico. Superada la animosidad entre las grandes potencias, era de suponer que dejaría de existir la presión por buscar aliados en los países del tercer mundo, cuyos regímenes eran hasta entonces juzgados en función de a cuál bando apoyaban, independientemente de si estaban o no regidos por gobiernos democráticos o dictatoriales.
Es evidente que eso no ha sucedido y luce improbable que suceda en un futuro previsible. Más probable es que el calor de la lucha armada sea reemplazado por una confrontación con muchos de los rasgos que caracterizaron el largo período de la guerra fría. En particular, existe la ominosa perspectiva de un retorno a la caza de alianzas, cuyo resultado sea que el respaldo de gobiernos autoritarios se valore más que el rechazo a sus atropellos.
Dentro de la esfera de influencia de los EE.UU., Latinoamérica no ha estado exenta de dicha valoración, y su resultado es el surgimiento y prolongación de dictaduras que en una época fueron mayoritarias entre los gobiernos de la región. Como consecuencia, el desarrollo económico de los países latinoamericanos quedó a merced de la voluntad de caudillos, más o menos inclinados a crear condiciones propicias para las inversiones reproductivas.
No es previsible un retorno a aquellas situaciones extremas, pero los países con mayores recursos naturales de importancia estratégica, pueden verse inmersos como piezas en la confrontación entre las potencias.
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