En estos tiempos el extremismo religioso se manifiesta no sólo en la violencia de los fanáticos musulmanes, sino también en la intolerancia de budistas, hinduistas y cristianos frente a otros credos. La inseguridad resultante ha hecho cambiar hasta la forma de viajar.
Es lamentable que así sea, pues el turismo religioso, motivado por las visitas a lugares de especial significado espiritual, ha sido durante siglos una fuente importante de ingresos para las comunidades en las que dichos lugares están ubicados. Aún hoy en día, a pesar de las circunstancias adversas, alrededor de ese tipo de turismo se mueven miles de millones de dólares.
En la actualidad la mayor expresión mundial de turismo religioso proviene de la peregrinación anual a La Meca, en Arabia Saudita. Otras manifestaciones son los viajes a Jerusalén y los desplazamientos a Benarés (hoy Varanasi) en la India. Lugares europeos tradicionales como Lourdes en Francia, Santiago en España, Cracovia en Polonia y Fátima en Portugal, han visto disminuir su importancia relativa frente a otros destinos turísticos.
Dado que ahora existe la posibilidad de trasladarse directamente al sitio objeto de veneración, el impacto económico del turismo religioso se concentra en esos lugares, a diferencia de las épocas pasadas en las que los peregrinos avanzaban a pie o en caravanas por territorios que compartían sus efectos. Pero los que viajan ya no esperan subsistir de la caridad de los lugareños, sino que pagan por transporte, alojamiento, comida, guías, y recuerdos para llevar de vuelta a casa.
Los operadores turísticos buscan combinar los objetivos religiosos con otros tipos de actividades a fin de aumentar su atractivo. Los fines culturales son los más frecuentes, pero se mezclan también con gastronomía, convenciones, excursiones, espectáculos, música y otras actividades.
Puntos nuestros, como Higüey y el Cerro, son de interés esencialmente nacional.
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