A pesar de la comercialización en que ha caído la celebración de la Semana Santa, ella sigue siendo para muchos dominicanos una ocasión propicia para ponderar las tribulaciones que nos trae la vida. Las de tipo económico pueden no ser las más importantes. Hay varias otras que las superan en urgencia y trascendencia. Pero no hay duda de que las deudas, el desempleo, la miseria y otros apremios, son causa legítima de preocupación, estrés y, en algunos casos, desasosiego.
La Semana Santa conmemora una aceptación del sufrimiento. La primera lección que recibimos es la de que las penurias y precariedades son inherentes a la existencia terrenal. Son, en ese sentido, inescapables, por lo que deben ser reconocidas y admitidas como parte integral del tránsito hacia otra realidad superior. El dinero permite disponer de objetos que amortiguan ciertas necesidades corporales, pero no evitan que en algún momento sea preciso lidiar con el dolor sin perder las esperanzas.
Es interesante observar que las amenazas más notorias que oscurecen el panorama actual de la humanidad, son el resultado de decisiones tomadas por los propios seres humanos, guerras y cambio climático entre ellas. Es justo decir que en algunos casos, como el del deterioro ecológico, las eventuales consecuencias no se conocían inicialmente del todo, pero después de conocidas no fueron aplicados los correctivos requeridos.
Hay que añadir que aunque las tribulaciones son inevitables, la forma en que son enfrentadas incide sobre su impacto. No es lo mismo hacerles frente cada uno por su cuenta, que aunar esfuerzos y compartirlas entre todos. Ésa es la segunda lección, pues la Semana Santa nos recuerda que debemos emular el ejemplo de la solidaridad de Jesús para con nosotros, replicándolo en el ámbito de nuestras actuaciones respecto de las demás personas. Si así nos comportamos colectivamente, los problemas no desaparecerán pero serán más llevaderos, y más efectivas las soluciones que podamos encontrar para ellos.
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