Cada vez que se hace mención de la seguridad alimentaria, lo primero que viene a la mente es el arroz. No es raro que así sea ya que ese producto representa, más que cualquier otro, las tradiciones que en materia de comida los dominicanos han heredado. Lograr que el país sea capaz de producir el arroz que su población consume, ha llegado a ser un objetivo permanente de la política agrícola nacional. Los términos del acuerdo de libre comercio con los EE.UU. y Centroamérica reconocieron ese papel especial desempeñado por el arroz, estableciendo un proceso gradual de reducción de las tarifas de importación, el cual se ha ido cumpliendo paulatinamente.
Cuando faltan muchos años para que algo ocurra, es normal no preocuparse demasiado. Tantas cosas podían suceder, y tanto se podía negociar después, que la meta primordial fue no quedar fuera del acuerdo. Era vital dar acceso a nuestros productores a ese vasto mercado, sin el cual no les sería posible alcanzar los volúmenes requeridos para elevar su eficiencia operativa. Pero el tiempo pasa, y la total liberación arancelaria que parecía muy lejana se fue aproximando cada vez más.
Al final, la decisión siempre será nuestra. Si como país entendemos que la independencia alimentaria y la viabilidad de la producción local de arroz son vitales, siempre podríamos rehusar consumir arroz importado. Si nadie lo compra, nadie lo va a importar para que se quede sin vender. Pero las fuerzas de la economía no suelen funcionar de ese modo. Si los productos son percibidos como similares, los consumidores escogerán el que sea más barato.
Japón se distingue porque sus ciudadanos están dispuestos a pagar más por alimentos producidos allá, pero eso se debe a que consideran que son de mayor calidad que los extranjeros. Es notorio el caso de las frutas, cuyo precio de venta supera varias veces al de las frutas importadas, lo que sin embargo no impide que se importen, ya que la producción local no es suficiente para abastecer el mercado.
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