El comportamiento de la población durante la Semana Santa, a la que era común describir como la Semana Mayor, se ha transformado. Hoy en día esa mayor importancia hace referencia a su rol como oportunidad para irse de vacaciones, visitar playas y resorts, hacer fiestas y excederse en el consumo de comidas y bebidas.
La economía, lógicamente, se ha beneficiado con esa transformación, pero no parece probable que el afán de lucro haya podido modificar las tradiciones de los dominicanos de forma tan radical. Sin entrar en consideraciones acerca de causas de otra índole, en el orden religioso, moral o cultural, es posible mencionar un factor de tipo económico que ha incidido sobre la actitud de la población.
Ese factor consiste en el cambio que ha tenido lugar en la forma como se desenvuelven las actividades productivas. Solía ser cierto que la vida en tiempos pasados discurría a lo largo de cauces muy regimentados. La jornada laboral estaba bastante confinada a horas del día, con el sol “afuera”. Las noches eran más tranquilas, pasadas usualmente con la familia. No había televisión de 24 horas, ni internet, ni teléfonos celulares. El tránsito era benigno, y las distancias eran cortas, lo que permitía almorzar y descansar en casa al mediodía. Los sitios de esparcimiento operaban dentro de horarios estrictos. Y los encuentros con amigos se celebraban usualmente en las casas. Esa regimentación estaba presente en los pueblos y ciudades, y era aun más intensa en los campos y comarcas rurales.
Eran los tiempos en que la agricultura y la industria predominaban en la composición del PIB. A medida que fue creciendo la participación de los servicios, provistos a cualquier hora y sin ataduras a ubicaciones específicas, la demanda y la oferta se encargaron de romper los horarios habituales. Aumentó el poder adquisitivo no dedicado a la subsistencia. Las ocasiones de recreación se hicieron más escasas. Y la Semana Santa pasó a ser una de esas ocasiones.
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