En los días previos a la Semana Santa fueron publicados anuncios y promociones de diversas clases. Los periódicos, la televisión, la radio y la web nos trajeron ofertas de excursiones, hoteles, resorts, tiendas de campaña, trajes de baño, lociones corporales, descuentos con tarjetas de crédito y una amplia gama de otras atractivas ofertas. A pesar de esa diversidad, no pudimos observar anuncios de objetos como velas y mantillas, más propiamente asociados a la esencia de lo que esta semana significa.
En un pasado que se hace cada día más remoto, estos días eran de recogimiento y pesar, de duelo por el sacrificio del Salvador. Era apropiado hablar en voz baja, evitar actividades que no fuesen imprescindibles, ser frugal en las comidas, acudir a las iglesias, socorrer a los necesitados y, por supuesto, orar en familia. Las emisoras de radio suspendían sus programas o emitían música “sacra”. Los comercios cerraban. La televisión presentaba películas sobre temas bíblicos. Y la vida giraba en torno a los eventos religiosos.
Desde el ángulo económico, los efectos eran equivalentes a los de un toque de queda combinado con ley marcial. El PIB generado en ese período descendía abruptamente en comparación con el promedio semanal. Sólo cuando llegaba el domingo, habiendo ocurrido ya la resurrección, las actividades comenzaban a retornar a la normalidad. Evidentemente, en esa época no existía la preocupación actual con el PIB, el IMAE y demás indicadores.
Que las cosas han cambiado, no hay ni que decirlo. El cambio podría atribuirse a la influencia de intereses económicos, dedicados a la búsqueda de ganancias y a la acumulación de riquezas materiales, y totalmente desprovistos de vínculos espirituales. Pero esa explicación sería demasiado simplista, y supondría que los negocios tuvieron la capacidad de transformar las creencias y hábitos de la población, lo cual es algo exagerado. Un conjunto de factores concurrentes parece haber actuado.
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