Tenía todo a su favor para conquistar un mercado casi ilimitado. Estuvo disponible antes que la mayoría de sus competidores. Su precio era inferior al de los demás. Su transporte, distribución y conservación eran mucho más simples. Y fue de las primeras en ser utilizadas. Pero a pesar de esas ventajas, no se cumplió la expectativa de que sería el producto por excelencia para el propósito para el que fue creada. La historia de la vacuna de AstraZeneca forma ya parte de los casos de innovaciones que se quedan por debajo de su potencial, buen material de estudio para las escuelas de negocios.
Los científicos de la Universidad de Oxford que la desarrollaron, y los ejecutivos de la empresa fabricante, esperaban que su producto sería la vacuna que permitiría al mundo poner fin a la pandemia. Y estuvieron a punto de lograrlo, pero en su camino se interpuso un desfase entre oferta y demanda.
La demanda era tan intensa que la vacuna dejó de ser un asunto puramente sanitario, para transformarse en una cuestión política. Los gobiernos fueron juzgados en función de los porcentajes de vacunados, y aquellos en cuyo territorio se elaboraban las vacunas actuaron para que su población fuese suplida primero, y bloquearon las exportaciones hasta que eso aconteciera. Así lo hizo el gobierno inglés, y luego el de la India, provocaron que los contratos de suministro a otros países fuesen incumplidos. Nuestro país, por ejemplo, después de recibir unas cuantas dosis de la AstraZeneca, tuvo que recurrir a la Sinovac. Vacunas fabricadas en instalaciones en la Unión Europea fueron enviadas a Inglaterra, pero las producidas en suelo inglés fueron retenidas allá, lo que provocó fuertes críticas.
Cuando la AstraZeneca estuvo finalmente disponible, la Pfizer y otras se le habían ido por delante. No le ayudaron tampoco los reportes de coágulos en personas jóvenes, que llevaron a varios países a limitar su empleo a determinados rangos de edades. Y en los EE.UU. nunca fue autorizada.
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