En la rivalidad entre sistemas políticos, cualquier recurso es bien recibido. Cuando la pandemia comenzó, el gobierno estadounidense, presidido en ese entonces por Donald Trump, responsabilizó a los gobernantes chinos por el surgimiento y posterior difusión del virus. Les acusó de ocultar la evidencia acerca de su peligrosidad y características epidemiológicas, y de abstenerse de compartir con el resto del mundo las informaciones que durante varios meses venían recabando. Insistentes rumores acerca del origen del virus salpicaron esas críticas, habiéndose mencionado la posibilidad de que hubiera sido creado en un laboratorio en la ciudad de Wuhan, la primera en ser puesta en cuarentena, sea que su creación fuese el resultado de un error involuntario, o el fruto de un intento por desarrollar armas letales, todo lo cual fue enérgicamente negado por las autoridades chinas. En sus frecuentes referencias al Covid, dirigidas a justificar su inicial desdén por su potencial gravedad, y sus pronósticos de que sería superado en poco tiempo, el propio Trump lo bautizó como el “virus chino”.
El turno para emplearlo a su favor les ha tocado ahora a los gobernantes de China. Han acusado a sus rivales occidentales de asumir una actitud irresponsable, de sacrificar la lucha contra el virus para no lesionar aun más sus economías. Les culpa por dar preferencia al crecimiento de la producción, los índices de precio de las acciones y el rendimiento de las inversiones, y colocarlos por delante de la salud de la población. Y añaden que al levantar las restricciones y medidas de precaución antes de tiempo, han impedido el control efectivo de la propagación del virus.
De su parte, los gobiernos occidentales han respondido señalando que con las vacunaciones y el avance hacia la inmunidad grupal, los toques de queda y cierres de ciudades son innecesarios, perjudiciales y esencialmente inútiles, derivados de las actitudes y métodos totalitarios de los gobernantes chinos.
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