Uno de los pilares de la ciencia económica son sus conceptos acerca de las motivaciones de los consumidores. Es comúnmente aceptado que las decisiones que toman respecto de los bienes y servicios que adquieren, están basadas en la “utilidad” que ellos les proporcionan. Establecen, de ese modo, un orden de prioridad basado en la importancia de las necesidades que son satisfechas.
Este criterio implícitamente supone que los consumidores están en libertad de decidir en qué van a gastar su dinero. En la realidad, por el contrario, cada persona tiene un conjunto de compromisos que limitan su capacidad de selección. Son compromisos derivados de requisitos perentorios de alimentación, salud, transporte, deudas, alojamiento y vestuario. Alguien podría, por supuesto, decidir ignorar uno o varios de esos renglones, digamos no pagar sus préstamos o la renta de su vivienda, pero más tarde o más temprano sufriría las consecuencias.
Eso significa que en la práctica la libertad de decisión se aplica sólo a una fracción de los ingresos de los consumidores. El resto está usualmente predeterminado de antemano. Y dicha fracción medida como porcentaje de los ingresos, es tanto menor cuanto más pobre sea la persona.
En países subdesarrollados, por lo tanto, se observa que los gastos de consumo son mayormente repetitivos, quedando sólo una porción menor susceptible de ser modificada. Esa característica provoca que el mercado para los productos que no forman parte de los consumos básicos sea reducido, confinando su fabricación o importación a los volúmenes vendibles a las personas de altos ingresos. Por esa razón es usual que en esos países exista una polarización en la oferta: productos genéricos básicos para la mayoría de la población, y productos muy costosos para la pequeña minoría que los puede adquirir.
La polarización de la oferta se refleja en el contenido de los anuncios publicitarios, los cuales tienden a destacar diferencias de precios más que alternativas de productos.
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