Los lazos comerciales que vinculan a las economías han hecho posible que hoy en día dispongamos de una extraordinaria cantidad y variedad de productos. Pero como suele acontecer en los asuntos económicos, todo lo bueno tiene algún aspecto malo. El intercambio expone a los países a las consecuencias de eventos ocurridos fuera de sus fronteras, entre ellos los procesos inflacionarios.
Nuestra economía ha sufrido los efectos de la inflación que registran nuestros principales socios comerciales. No somos, sin embargo, los únicos en padecerlos, pues se trata de un proceso de alcance mundial. Es tanto así que hasta en la economía desarrollada con mayor estabilidad de precios, la de Japón, la tasa de inflación alcanzó su máximo nivel en 41 años. Aunque el 4 % al que llegó no nos luzca para nada alarmante, para los japoneses es un porcentaje que muchos de ellos no habían visto nunca antes en sus vidas.
Sucede, no obstante, que algunos economistas japoneses ven en la inflación, que es mayormente importada, una oportunidad de sacar al país del estancamiento en el que durante décadas ha estado sumido. La ven como una conmoción benéfica, que puede reactivar el consumo y, por ende, la inversión. Mientras la productividad en otras naciones desarrolladas y de su entorno geográfico ha crecido, la de Japón ha permanecido esencialmente invariable. Como resultado, los salarios no han aumentado desde 1990, y le tomó treinta años al PIB por persona para subir un 25 %.
Se espera que la percepción de inflación estimule a los consumidores a comprar antes de que los precios sigan subiendo, lo contrario al pasado cuando las perspectivas eran deflacionarias. Como respuesta a la mayor demanda, las empresas acelerarían sus inversiones y contratarían más trabajadores, dando inicio a un ciclo ascendente en la productividad y los salarios, objetivo éste que la política monetaria expansiva no ha conseguido.
Pero no es seguro que eso ocurra, en vista del estancamiento y envejecimiento de la población.
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