Reportes acerca de las desigualdades económicas en Latinoamérica indican que la pandemia acentuó las disparidades entre los segmentos sociales de la población. El avance del virus, al menos en sus fases iniciales, fue igualitario en cuanto a sus víctimas, sin distinción entre ricos y pobres. Pero a medida que el tiempo fue transcurriendo, la economía hizo sentir su presencia y orientó al virus en relación con la intensidad de su impacto.
De un lado, los más pobres, con menos recursos para financiar tratamientos y menor acceso a cuidados médicos, en igualdad de condiciones de salud terminaron teniendo más bajas posibilidades de salir airosos de los contagios y evitar consecuencias graves. Y del otro lado, las suspensiones e interrupciones de actividades gravitaron más intensamente sobre las ocupaciones menos calificadas, y también sobre los negocios más frágiles, menos diversificados y capitalizados.
El cambio resultante en el índice de desigualdad ha dado paso a tensiones sociales en toda la región, se refleja en los resultados de los procesos electorales llevados a cabo este año y el anterior.
Esas tensiones se han visto reforzadas por los incrementos en el costo de la canasta básica de bienes. Los presupuestos familiares, ya golpeados por los gastos médicos y las disminuciones de ingresos, han tenido que ajustarse para hacer frente a las alzas en el precio de los alimentos, el transporte y otros renglones determinantes del nivel de vida.
Gobiernos en la región apelaron a la concesión de subsidios para mitigar las consecuencias, pero esas políticas son intrínsecamente transitorias, y declinan paulatinamente.
En todo caso, los subsidios fueron solo un paliativo, no una solución, para las desigualdades y los desbalances económicos estructurales, los cuales existían desde antes de la pandemia, pero ésta, con sus efectos diferenciales sobre los diferentes segmentos sociales, agravó su dimensión y los hizo ser más visibles.
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