Dentro del arsenal de mecanismos de política económica, los subsidios desempeñan un importante papel pues sirven para varios propósitos. Entre ellos se destaca su rol como instrumento para lograr que la distribución de la riqueza y los ingresos sea más equitativa, al transferir poder adquisitivo desde los segmentos sociales pudientes a los más necesitados. Ése es el caso de los programas de ayuda en forma de desembolsos de fondos o entregas de productos a personas de bajos recursos. También procuran facilitar el acceso a ser propietarios de artículos de consumo duradero o bienes productivos. Así sucede con las iniciativas de entrega de viviendas, máquinas de coser, herramientas y otros activos. Y no hay que olvidar, por supuesto, los auxilios en materia de salud, entrenamiento, guarderías o transporte.
Aparte del obvio requisito de que los subsidios lleguen realmente a quienes se intenta beneficiar, la conveniencia y racionalidad de los subsidios depende de su relación con las demás alternativas a las que se pueden destinar los gastos públicos, abarcando las inversiones que es posible llevar a cabo. En ese sentido es evidente la mayor flexibilidad de que disponen los gobiernos de países desarrollados, cuyos más amplios ingresos les permiten asumir los costos de generosos esquemas de subsidio, sin tener que prescindir de otros renglones vitales como parte de su estrategia de erogaciones. Por esa razón, programas de subsidio que pueden ser adecuados para naciones ricas son, por el contrario, inapropiados para naciones pobres.
Puede haber excepciones, como cuando los subsidios responden a situaciones temporales de corta duración. El alza en el precio de los alimentos por causas externas es un ejemplo, como ha ocurrido ahora por el conflicto en Ucrania, a la que el Gobierno aquí respondió reduciendo gravámenes de importación. La crisis, no obstante, está durando más de lo esperado, y abre interrogantes sobre la perspectiva luego del plazo de seis meses.
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