En economías como la nuestra la adquisición de una vivienda ha sido, y seguirá siendo en el futuro previsible, la inversión más importante que hace una persona o una familia. Otras transacciones, como la compra de un vehículo, pueden involucrar montos significativos, pero no suelen alcanzar al costo de la vivienda.
Al deseo de tener una vivienda propia contribuye, paradójicamente, la debilidad de los mecanismos de seguridad social, como las pensiones, y la ausencia de seguros de desempleo y otras compensaciones, ya que motivan a que las personas busquen al menos tener un lugar donde vivir durante las etapas de estrechez económica. Es por eso tan relevante que de ser posible ese respaldo no se arriesgue poniendo la vivienda como garantía de créditos contraídos para otros fines.
Como inversión la vivienda tiene la característica especial de ser el activo fijo, junto con los terrenos, con mayor probabilidad de lograr una revalorización real a lo largo del tiempo. Otros activos fijos, como una nevera, un armario o un automóvil, pueden mostrar un aumento de valor resultante de la inflación, pero la naturaleza aparente de dicho incremento se revela al comparar el precio al que puede venderse con lo que hay que pagar para comprar algo similar. Y es que el valor de la vivienda es ayudado por la limitada disponibilidad de terrenos, la expansión de las zonas urbanas y el crecimiento demográfico.
En otras economías, en las que las opciones de inversión son más amplias, esa especial situación varía. De hecho, se han elaborado estudios que muestran que en muchas localidades en los EE.UU. hubiera sido más rentable invertir en el mercado de acciones y productos financieros derivados, comparando sus índices de apreciación con el de la vivienda.
El objetivo a lograr por nuestro mercado de capitales es el desarrollo de esas otras opciones, sin perjuicio de que el valor real de las viviendas continúe en aumento.
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