El impacto social de la inflación depende del sitio donde ocurre. Dos países pueden tener el mismo porcentaje y sufrir trastornos diferentes. En uno de ellos, digamos que más desarrollado, la inflación podría manifestarse, por ejemplo, en forma de mayores precios de electrodomésticos, recreación, carne, viajes o vehículos de motor. En el otro, pudiera ser que los precios que están subiendo más sean los de los combustibles, alimentos básicos y energía eléctrica. En ambos casos los consumidores estarían resentidos por tener que pagar más por lo que compran, pero para los del primer país sería un inconveniente que no pondría en peligro su existencia, en tanto que para los del segundo puede implicar severas limitaciones en términos de nutrición, transporte, nivel de vida y endeudamiento. Esa diferencia puede constatarse entre la inflación estadounidense y la dominicana.
Dada su capacidad de disgustar a la población, ningún gobierno o autoridad oficial está ansioso por asumir la responsabilidad por la inflación. Si es posible señalar causas externas, les conviene hacerlo, y en este caso las han encontrado y las están mencionando en sus reportes. Aquí, en los EE.UU. y otros lugares, el dedo acusador apunta a elementos como carestía de contenedores, alza en el costo del petróleo, escasez de chips de computadoras, interrupciones en las cadenas de suministro, restricciones en la disponibilidad de personal especializado, y, no podía faltar, la reducción de inventarios resultante de los cierres por la pandemia.
Pero aunque todo eso pueda ser cierto, la situación refleja una recuperación más rápida de la demanda que de la oferta, debido a los programas de gastos públicos enfocados en mantener nóminas, otorgar subsidios y poner dinero en manos de los consumidores. Con esos fondos, ya que los servicios estaban restringidos, el gasto en bienes se restableció primero, superando la recuperación de su oferta y contribuyendo a la inflación en sus precios.
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