Es probable que a todos nos haya sucedido. Tener que escoger entre alternativas sin que ninguna nos entusiasme mucho. Ocurre en ocasiones en las que queremos adquirir un electrodoméstico, vehículo o teléfono, pero encontramos que el modelo que elegimos se terminó, o no posee todas las funciones que andamos buscando. En esos casos, si la compra es imperativa y no puede ser pospuesta, tendremos que conformarnos con el que más se acerque a nuestros deseos.
Esa situación se repite en el ámbito político, lamentablemente con demasiada frecuencia. El ciudadano se abstiene de votar, o llega a la mesa electoral que le corresponde sin que ninguno de los candidatos le agrade realmente. Si vota, muchas veces lo hace motivado por el objetivo de impedir que alguien gane, no por ser partidario del aspirante por el cual votó. En Latinoamérica esa disyuntiva se ha estado convirtiendo en la norma, en lugar de ser una excepción, y como resultado de ello se observan altos niveles de votos nulos si votar es obligatorio, o bajos porcentajes de participación cuando el voto es opcional.
Peor aún, los ganadores no cuentan con un sólido respaldo del electorado, lo que provoca que su nivel posterior de aprobación decaiga velozmente, pasando a ser gobernantes cuya gestión es frágil, y cuyas iniciativas son propensas a ser rechazadas.
El sistema electoral de doble vuelta, aunque muy ventajoso como medio de permitir que muchos aspirantes dispares no sean desestimados a priori por no figurar entre los punteros, tiene la característica de que una parte de quienes votaron en la primera vuelta tiende a mantenerse alejada de las urnas en la segunda, al haber quedado fuera el candidato que les parecía menos malo.
En las recientes elecciones presidenciales argentinas pudo constatarse ese efecto sobre la participación, especialmente ya que numerosos votantes, aunque disgustados con el candidato gubernamental, no estaban convencidos de apoyar al candidato de la derecha y sus propuestas radicales.
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