Hace menos de un año, las grandes naciones democráticas prometían a Ucrania que su apoyo sería inconmovible, algo parecido al novio que asegura a su amada que su amor será eterno.
El presidente de Ucrania era recibido en Washington y las capitales europeas como una figura legendaria, cuya inspiración, comparable a la infundida por Winston Churchill a los británicos durante la Segunda Guerra Mundial, había conducido a su nación a resistir con valentía la agresión de los rusos, interesados en volver a ejercer su dominio sobre el país. Envuelto en la bandera de Ucrania, el presidente proyectaba una imagen de heroísmo que no tenía nada que envidiar a los relatos acerca del valor que Juana de Arco exhibió en su momento.
Hoy en día, ese amor eterno ha demostrado ser pasajero, reemplazado por una fría recepción a los pedidos de ayuda. Ha sido uno de los más súbitos y extraordinarios cambios de actitud ocurridos en materia de respaldo internacional, motivado esencialmente por causas económicas.
El respaldo no ha sido barato. Miles de millones de dólares han sido aportados en efectivo y bienes para sostener a Ucrania a lo largo de su conflicto con los rusos, sin que los avances en la ofensiva para sacar a los invasores del territorio ocupado hayan sido significativos. La competencia de productos agrícolas de Ucrania provocó reacciones adversas en Europa, donde se observa un giro de la opinión pública hacia posiciones más centradas en la búsqueda de soluciones para los problemas domésticos. En los EE.UU., un importante segmento de la oposición republicana rechaza aprobar más ayuda, especialmente en circunstancias en las que Israel ha surgido como la primera prioridad. Y a ello se añade la percepción de que gran parte de los beneficios de la ayuda han sido absorbidos por la ineficiencia y la corrupción.
Como bien conocen las organizaciones humanitarias, la motivación para aportar declina en ausencia de resultados tangibles que permitan establecer límites a los requerimientos.
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