Si nos dejáramos llevar por la imaginación, podríamos vernos haciendo una de nuestras habituales visitas a una farmacia. Llegamos buscando al dependiente que conocemos desde hace años, con quien solemos conversar acerca de cosas como el estado del clima, la nutrición, las escuelas o los problemas de los servicios públicos. Y de repente nos encontramos con un robot que ocupa ahora su lugar. Por supuesto, lo mismo podría sucederle a alguien que nos visitara en nuestros lugares de trabajo, y encontrara a una máquina haciendo lo que antes nosotros hacíamos.
Debido a su nuevo ingrediente de inteligencia artificial, los robots lucen ser ahora mucho más peligrosos y amenazantes. Cuando eran brutos, parecían menos preocupantes. Pero si son inteligentes, nada impide que lo sean más que nosotros, y que hagan nuestro trabajo mejor y, sobre todo, más barato.
No sorprende que en los países tecnológicamente más adelantados, donde el impacto económico se sentirá primero y con más fuerza, se estén barajando medidas a fin de compensar las consecuencias. Una de ellas es un gravamen sobre los robots que las compañías utilizan. Si ellas antes retenían impuestos sobre los sueldos y hacían pagos a la seguridad social, pues que paguen también sobre esos robots intrusos y desalmados.
Pero las máquinas, en realidad, vienen quitando trabajos a las personas desde hace mucho tiempo, sin que se les haya aplicado un impuesto compensatorio. Por ejemplo, una excavadora puede haber reemplazado a muchos obreros que trabajaban con picos y palas. Y en una cadena industrial de montaje, los equipos arman productos, los pintan, los empacan y los almacenan.
La diferencia es la inteligencia artificial. Si las máquinas serán inteligentes, podemos suponer que tendrán forma humana, hasta con uniformes, voces y capacidad de ir de un lado a otro. Su competencia parece, por lo tanto, más personal y deliberada, justificando que nos defendamos como si se tratara de asaltantes que intentan despojarnos de nuestros bienes.
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