Hay productos cuya fabricación requiere de grandes inversiones. La tecnología determina el tipo de instalaciones necesarias, y la economía indica la dimensión que la operación debe tener para ser viable. Como consecuencia de esa combinación entre tecnología y economía, algunos bienes, entre ellos acero y aluminio, no pueden producirse en pequeñas plantas a escala doméstica. Muchos otros, en cambio, sí pueden fabricarse en instalaciones de tamaño reducido, incluyendo el alcohol y sus derivados.
La factibilidad de una actividad económica crea incentivos para que sea llevada a cabo. Es por eso que las bebidas alcohólicas vienen elaborándose desde hace milenios. Y la viabilidad de hacerlo en volúmenes bajos, hizo que su producción fuese una labor doméstica mucho antes de que aparecieran empresas dedicadas a fabricarlas y comercializarlas.
Pero que una actividad doméstica sea viable, no equivale a que sea tolerada. No es lo mismo, en ese sentido, producir bebidas alcohólicas que confeccionar vasijas de barro o tallas de madera. Los gobiernos, por motivos de salud, orden público y recaudaciones impositivas, han tendido a regular la producción doméstica de alcohol, prohibiéndola en muchos casos. Conocemos aquí, en ese sentido, las trágicas consecuencias de bebidas como el clerén, las cuales periódicamente cobran las vidas de numerosos incautos.
Bebidas de menor graduación alcohólica como la cerveza y la sidra, no obstante, ocupan una franja gris, siendo su elaboración doméstica permitida en diversos países, pero habiendo tenido una trayectoria accidentada. En los EE.UU., la fabricación hogareña de cerveza con más de 0.5% de alcohol fue prohibida en 1920, disposición que se mantuvo vigente hasta 1978, cuando fue eliminada. A partir de entonces, su crecimiento fue impresionante, llegando a más de un millón de instalaciones registradas. No sucedió así con la destilación personal de whisky y bebidas similares, las cuales continúan siendo ilegales.
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