Decenios de consecuencias traumáticas han tendido un manto de descrédito sobre la práctica de emitir dinero para financiar gastos públicos. Aún se hace, hasta en países desarrollados, pero usualmente de forma indirecta y dentro de ciertos límites. Menos común es que se haga de modo abierto y flagrante. Y mucho más raro todavía es anunciar de antemano que se va a hacer.
Por ese motivo es tan excepcional la crisis económica que padece Sri Lanka, país previamente conocido como Ceilán y famoso por sus paisajes y plantaciones de té. El gobierno informó que emitirá dinero para poder pagar los sueldos de los empleados públicos y otros compromisos, y que las existencias de combustibles se habían agotado.
Una crisis de esa magnitud no se genera de un día para otro. Ha sido el resultado, según consta en un estudio del Banco Asiático de Desarrollo, de dos déficits gemelos, uno fiscal y el otro en el comercio internacional. Los gastos del gobierno excedían sus ingresos y la diferencia se cubría con préstamos y deuda. Y las importaciones de bienes superaban a las exportaciones, y la diferencia era cubierta por el turismo y las remesas. La pandemia redujo las recaudaciones de impuestos e hizo subir los subsidios y demás gastos corrientes, a la vez que diezmó la entrada de remesas y la llegada de turistas. Las reservas de divisas descendieron en un 70%, y las agencias calificadoras degradaron la posición crediticia del gobierno, impidiendo su acceso al financiamiento externo.
No ayudó a la confianza y estabilidad que el gobierno devaluara drásticamente, en un 70% la moneda nacional, a fin de obtener un préstamo del FMI, haciendo recordar requerimientos de ese organismo que se creía eran parte del pasado. Tampoco ayudó una rebaja populista de impuestos aplicada en el 2019 con propósitos electorales. Y fue perjudicial también el efecto sobre la producción agrícola de la prohibición en el 2021 del uso de fertilizantes químicos, decisión que luego fue anulada.
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