Entre las experiencias obtenidas durante la pandemia, hay algunas relacionadas con la efectividad de la política económica, tanto en el terreno monetario como en el ámbito fiscal. Se destaca el hallazgo de que las medidas tomadas para sostener el gasto total de consumo, vía subsidios, erogaciones gubernamentales y reducciones de impuestos, no provocaron el incremento esperado de la demanda durante el período previsto. Tuvo lugar un retraso en la manifestación de los efectos, debido a una más lenta transmisión de las señales emanadas de las políticas puestas en marcha.
Se atribuye esa demora a las características propias de la pandemia. Las trabas para viajar, celebrar reuniones, acudir a lugares de esparcimiento y visitar comercios motivaron que una alta proporción de la población redujera sus gastos. A ello contribuyó poderosamente también la incertidumbre acerca de la duración de las restricciones establecidas por las autoridades, la perspectiva de pérdidas de empleos y la posibilidad de quiebra de muchos negocios. Como resultado de dicho retraso, inusual en su intensidad, los gobiernos tendieron a acentuar y prolongar las medidas expansivas, ante la aparente debilidad de su impacto sobre la demanda agregada. La consecuencia fue un incremento en los balances líquidos disponibles para los consumidores, que creó de ese modo una demanda potencial por bienes y servicios cuya materialización ocurrió más adelante, y se convirtió en una de las causas principales de la actual situación inflacionaria.
Dadas esas peculiares condiciones, se ha estado debatiendo si no tendrá lugar un retraso similar, ahora opuesto, en el efecto de las medidas contractivas que están siendo implementadas para combatir las alzas de precios, incluidas disposiciones como los aumentos en las tasas de interés, disminuciones en las adquisiciones de activos por parte de los bancos centrales, y la posposición de importantes proyectos de inversión pública. La respuesta está aún por verse.
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