Cuando se habla de la red social no se piensa ya, como antes se hacía, en las estructuras y mecanismos que las comunidades tienen para ubicar, vincular y asistir a los individuos que las componen. Ese concepto, que incluye formas de protección y salvaguarda, ha sido reemplazado en la imaginación popular por las conexiones cibernéticas que ofrecen los servicios que operan a través del internet y la web, muy especialmente por Facebook.
Concebida como un medio de comunicación, Facebook se ha convertido, al decir de algunos expertos, en la mayor casa editorial de la historia de la humanidad. Por sus páginas no transitan sólo mensajes, sino que sus usuarios la utilizan para dar a conocer opiniones y trabajos, propios y ajenos, sobre cualquier tema imaginable, y en cualquier formato, sean imágenes o escritos.
A diferencia de las editoriales tradicionales que publican libros, revistas, periódicos, folletos, videos y demás productos de su incumbencia, donde se suele llevar a cabo un proceso de revisión, verificación y corrección del material a ser publicado, en Facebook el contenido entra sin procesamiento, según el criterio de cada participante en la red. Eso permite la inclusión, adrede o por error, de informaciones falsas, lo que abre la puerta a comportamientos malvados que persiguen confundir a terceros, detractar personas e instituciones, propalar rumores infundados, alterar realidades o manipular temores. Por supuesto, otros servicios comparten esa característica. Es posible, por ejemplo, publicar en Instagram fotos que han sido modificadas con fines maliciosos.
Dejando de lado el importante asunto del derecho de expresión y la libertad del internet, como editoriales todos esos servicios podrían teóricamente ser regulados. La vastedad del contenido, sin embargo, hace casi imposible aplicar controles manuales con ese propósito, lo que deja la solución en manos de filtros y algoritmos cuya eficacia es hasta ahora limitada.
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