El pensamiento convencional acerca de la lucha contra las actividades criminales se enfoca en procurar incrementar su costo. Dicho de otra forma, el concepto se fundamenta en el cálculo de costos y beneficios. Si mediante penalidades más severas o una vigilancia más eficaz, se consigue elevar la probabilidad de ser capturado y el castigo recibido, se supone que disminuirá el atractivo de cometer el delito.
La lucha contra el tráfico de drogas ha seguido esa ruta. En los EE.UU., el principal mercado para las sustancias ilícitas, la guerra contra las drogas fue acentuada durante el gobierno de Richard Nixon, más recordado ahora por motivos diferentes. Sus pilares fueron la criminalización de la actividad y el empleo de todos los recursos policiales de detección, investigación e intercepción que hubiera disponibles, dándole un carácter global más allá de las fronteras nacionales.
En su discurso de toma de posesión como presidente de su país, sin embargo, Gustavo Petro afirmó que el enfoque seguido hasta ahora ha fracasado, habiendo solamente fortalecido el poder de las bandas mafiosas, debilitando los estados de Latinoamérica. Su opinión no es la de un observador cualquiera, pues Colombia ha sido partícipe, y a la vez víctima, de la producción y distribución de drogas, llegando a ser sinónimo de organizaciones criminales dedicadas a la fabricación y venta de esas sustancias. A ese respecto, Petro mencionó que un millón de latinoamericanos han muerto por esa causa en los últimos 40 años, y que anualmente 70,000 estadounidenses fallecen debido a sobredosis. Y señaló que es tiempo de que una nueva convención global reconozca el fracaso y ponga en marcha una estrategia distinta.
No es la primera vez que son vertidas críticas similares contra la aplicación de medidas represivas, argumentando que el incentivo derivado del aumento que generan en la recompensa económica del tráfico de drogas, excede al desincentivo que proviene de enfrentar un mayor costo probable.
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