El retroceso ocurrido en nuestro sistema educativo es un acontecimiento deplorable. Rompe las risueñas expectativas, surgidas de la asignación del 4% del PIB, de salir de entre los peores lugares en el mundo. Aunque ilógico en su determinación, porque cualquier porcentaje debió referirse a los ingresos fiscales con los que se va a cubrir, la aprobación del 4% fue la culminación de una ardua campaña ciudadana dirigida a vencer la resistencia de las autoridades del momento. Estableció, sin duda, un pesado compromiso sobre las finanzas públicas, sin haber identificado nuevas fuentes de recursos, pero fue un inusual ejercicio de movilización de la opinión pública en favor de un objetivo considerado prioritario para el futuro de la nación. Liderado esencialmente por la clase media, fue notable que muchos de sus más vehementes propulsores y participantes, jóvenes estudiantes en colegios privados, no se beneficiarían directamente de la mejoría en las escuelas públicas. Actuaron motivados por su convencimiento de que el país no debía continuar con una enseñanza de tan lamentable calidad.
No sólo ha continuado sino que ha empeorado.
La pandemia es un buen sujeto al que achacarle la culpa. Las suspensiones de clases, las deserciones de estudiantes, las precariedades de la educación remota y los problemas económicos de las familias conspiraron para obstaculizar el aprendizaje, estando los maestros con razón preocupados por el peligro que para su salud implicaban las clases presenciales.
La conmoción creada por el virus impidió valorar el efecto del 4%, en cuanto a cómo estaría nuestra educación si la pandemia no hubiese sucedido.
Quizás hubiéramos mejorado significativamente, pero hay indicios inaquietantes.
El destino de los fondos para reparar planteles (luego vueltos a deteriorarse), adquirir laptops y utensilios (hoy inexistentes), aumentar sueldos y contratar personal auxiliar, sin haber traído maestros calificados, arroja serias dudas al respecto.
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